viernes, 11 de enero de 2013

Llaman al amor, sin alterárseles la voz, como quien predica sin fe. Se abren las palabras en pequeñas exclamaciones, en sórdidas sílabas que se despedazan y se pierden volviéndose letras sin sentido. Alaban la existencia de un sentimiento supremo, mientras sus trémulas manos manipulan objetos que terminan devorando sus sensaciones. Mas el amor sigue ahí, en algún rincón, ocultándose de tanta necedad. 
Persiste la jactancia de conocerlo todo, de saber en profundidad el significado de las cosas y de los seres. Pero se incorpora, indignada, una mueca voraz ante la pregunta: ¿qué es la vida?. Aún así, ellos observan todo y continúa su relato que emerge hipócrita de la vacuidad mental.
Dicen que es duro el camino, sin haber tocado la tierra con los pies descalzos. Comentan que el sol quema cuando, desde sus sombras, lo ven arrasar con los sin techo. Aseguran que la lluvia moja y que el frío rechina los huesos. Pero sus cuerpos deshidratados se ocultan bajo las mantas de una suavidad momentánea.
Entonces, llega el instante en el que el discurso devora sin piedad sus vidas, sus días, sus momentos. Hasta verse al final del camino con la turbadora introspectiva que desgrana las respuestas y rebalsa de preguntas. Éstas se plantean el amor que no sintió las caricias húmedas en las noches de desvelo, el mismo amor por el cual no se derramaron lágrimas impotentes ni explotó en carcajadas que detienen el curso del tiempo. Amor ciego que no vio constelaciones enteras en las pupilas ajenas, que no absorbió silencios plenos de bocas sedientas. 
Permanece la ruta detenida y con intenciones de volver. Aunque no es probable que se encienda la intención.

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